Ella instaló un proyector
en los ojos perdidos de Manon,
sin darse cuenta.
En las pupilas prisioneras de Manon
los fotogramas muestran
el arco singular e intermitente
de una relación.
Quebrada.
Como el ala de un pájaro ciego.
Como una taza modesta de bazar
donde la porcelana inglesa está vedada.
Ella succiona los pechos de Manon,
buscando lirios y leche postergada.
Un pezón erecto le trastorna los dientes
que muerdan y que sueltan,
que rozan y rasgan y espolean
la montura que está pidiendo a gritos
ser montada. Llueve.
Bajo los párpados en sombras
de Manon.
La película corre.
Es una cinta caliente y perforada.
Perforada y ausente
para cualquiera que intersecte
esa mirada.
Ese lago donde no queda
nada
excepto las astillas obstinadas
del mapa muerto
de una relación.
Una nuca tatuada,
una lengua cincelando la pelvis
que hace aullar y no pide perdón.
"Perdón, Manon, no sé qué te sucede",
susurran sus amantes intrigados.
No quiere juego previo,
les da la espalda
en cuanto acaban y toman lo que dio.
En el iris lleva grabado un epigrama,
en cada fotograma que pasó.
Vuelve a pasar, ella vuelve a pasar,
es la partida repetida de dados
en los ojos tristes de Manon.
En la rueda convexa de la buena fortuna
Manon quedó atrapada.
Sigue girando sola y la rueda oxidada
chirría en su sexo y es su perdición.
Una muñeca olvidada en el parque.
Un tren en marcha hacia ninguna parte.
Una pantalla que sigue proyectando
cuando la sala de cine ya cerró.
Manon se deja tocar, se deja penetrar
por los espectadores.
La atan a la cama. Ella no está.
Manon tampoco. Manon se fue con ella.
Es una montajista del recuerdo
recorriendo la banda de Moebius
de un fulgor desquiciado.
El silencio de lo que fue un estrépito
entre chicas.
Un circuito nervioso y apagado.
Llueve sobre las ruinas
de una relación.
Foto: Nan Goldin